Tengo la sensación de que leo los libros de forma muy parecida a como vivo mis emociones. Empiezo poco a poco, mimando la lectura, solo leyendo las páginas que me pide el cuerpo. Con calma y con constancia.
Entonces llega un punto en el que la historia me engancha y pierdo el control. Devoro página tras página de manera psicótica. Pierdo la noción del tiempo y puedo mantenerme en esa frenética actitud hasta el amanecer. Me obligo a parar de leer, pero no aparto de mi cabeza el momento de volver a abrir la marca de la última línea visualizada... Invoco a mi fuerza de voluntad para intentar alargar el placer de una historia que mantiene este apasionado enlace, pero es imposible. Una vez acaricio sus tapas y encuentro el lugar de reencuentro con mi novela, no puedo parar...
Y así llego al final. Leo y releo los últimos párrafos. Recuerdo los momentos que más han marcado esa pequeña huella que dejan todas esas palabras que cruzando mi retina han llegado a mi cerebro y, si hay suerte, a mi corazón, y cierro la tapa como quién sabe que coge un avión que le devuelve a la realidad después de un viaje perfecto. Me arrepiento de no haber sabido dosificarlo. Pero entiendo que mi manera de leer es como mi manera de vivir. La exprimo, corro por ella, apenas sin parar a respirar.
Se que la tristeza del punto y final llenará mi alma de un vacío extraño que no puedo explicar. Tal vez, lectores de mi blog, lo hayáis sentido alguna vez. Pero también sé que el pasar página es necesario, tanto literal como metafóricamente. Y que, afortunadamente, hay millones de libros (y de personas). No todos harán que me sienta así, pero si logro acertar en mis decisiones, muchos lo harán y volverán a llenar mi imaginación de felicidad intelectual y emocional.